Las fiestas me quitan el sueño. No me lo quitan: me lo impiden. Tampoco me lo impiden: me liberan de él. Cuanto más sonada la fiesta, tanto mayor la liberación. Así pues, cuando de madrugada me fui al camarote con aquella jarana de año nuevo aún retumbándome en la cabeza, sólo con mucho esfuerzo conseguí dormirme por unas horas. Me levanté fresco y repuesto, liberado tal como dije, a eso de las nueve, me aseé mínimamente y salí. Por el pasillo trotaba y casi me derribó Ábaco, que sin duda todavía no había estrenado el sueño en lo que iba de año y cuyo cuello abrigaba aún toda una selva de guirnaldas de papel. Subimos juntos a desayunar y, por las escaleras, se nos unió también Quinho, que ni siquiera había acudido a la fiesta de la víspera.
En el restaurante de a bordo, la barra había abierto o más bien no había terminado de cerrar. Había inaugurado el servicio de desayunos de aquella mañana y de aquel año el primogénito del Khan de Tartaria. Embebido en sus pensamientos y con aire hostil, desayunaba al fondo en una mesa aún sucia de copas derramadas, confeti y brillantina. Con suma destreza, untaba su tostada por las dos caras.
No parecía buscar compañía, ni para él ni para su tostada doblemente untada, ni para su enorme tazón de leche con cacao. Y, sin embargo, nosotros le proporcionamos dicha compañía.
—¡Feliz año, Khan!
—¿Y por qué? —bramó malhumorado.
—¿Cómo que por qué? ¿Y por qué no iba a serlo?
—Empieza un año memorable en que el gran secreto nos será revelado —me defendió Ábaco—. ¡Este año lo recordarán!
—¡Enanos! Al final eso sois, al final también vosotros erais unos enanos.
Acaso nos habríamos sentido ofendidos si el propio Khan pasase del metro sesenta, cosa que sólo a caballo y en un buen día, no aquél, desde luego, habría logrado.
—¿Enanos que celebran el año nuevo?
—¿Y qué es eso que celebráis? ¡Nada, la cagada de una mosca atrapada dentro de un vaso! Servíos —y, viendo que su perorata iría para largo, aceptamos su invitación y completamos rápidamente el recorrido de autoservicio—. ¿Qué son, si no, todas esas insensateces que celebran los enanos de este presente amordazado? Haced la cuenta conmigo: cumpleaños, aniversarios de bodas, aniversarios de decesos. ¡Sigo! Los días de esta batalla, aquella fundación, esa constitución de más allá. ¿Qué más? Hombres santos y reyes muertos: también ellos depositan una o varias fechas. Más moscas, más moscas. No para jamás esta cuenta y ya hay más efemérides que días: festejos corporativos, el día de la leche, digamos, el día del cacao… ¡el día de la mosca! El día del día. Y semejante enjambre zumba sin parar dentro del vaso.
—¿Qué tiene de malo?
—¡Quinho, entérate! A ti, a mí, a todos nos han obligado a vivir dentro de ese vaso.
—Necesitaré otro croissant.
—Este revoloteo de moscas enturbia el tiempo, que debiera ser un río de flujo constante y no una sopa de moscas semiahogadas.
—Entiendo lo que dices. En estas condiciones, ¿qué correcto juicio se puede formar uno de lo que ocurrió? Habría que despejar el calendario de tantas hazañas y catástrofes pasadas, cogerlas una a una y ver si realmente…
—¡Si tan sólo fuera eso! El pasado que se lo queden. Ábaco, Quinho, tú, lo repito: ¡vivimos en el vaso! Las moscas le atosigan al hombre de hoy no dejándole mandar ni en su propio día, ni en su hoy. Hoy ya no es hoy y no nos pertenece: es el día del año nuevo, es el día en que Castro echó a Batista, es el día de la independencia de Australia, es el día internacional del hijo. Todo esto lo acabo de comprobar y es cierto. Mañana serán otros tantos días. ¡Hay que volcar el vaso! Un pueblo libre es aquél que, a falta de carecer de historia, sí que carece de efemérides en su calendario, tanto más despejado de esas cotidianas hecatombes que ha de rendir en el altar de sus mayores.
—¿Y por qué no vamos un paso más allá y abolimos el calendario? ¡Que cada día sea único puesto que en verdad lo es! Sería cuestión tan sólo de oficializar lo que por la vía de los hechos ya es ley natural.
—¿Con qué espada defiendes eso? ¿Quién castigará al que lleve la cuenta de los días?
—Yo sería drástico —respondió el heredero tártaro sin desvelarnos nada nuevo—. A la horca con los cumpleañeros. Que los astrónomos juren guardar bajo llave el secreto movimiento terrestre de traslación. Avancemos hacia la abolición de los años y sus estaciones. Perseverando en este empeño, igual logramos que nuestros tataranietos, hombres mucho más perfectos que nosotros y que no nos recordarán, acaben olvidándose de qué era aquello que llamamos día. Extinguirán el sol, ese gran confundidor; o lo clavarán en un punto idóneo de la cúpula celeste para que caliente perpetuamente a la horda humana que imperará en el mundo en ese momento. ¡El tiempo dejará de ser esta ridícula fila india de vasos de agua que no sacian sed alguna sino que sólo ahogan a sus ridículas moscas y volverá a ser un imponente río bravo!
—¿Pero aún mejor que un río no sería un mar? —seguí metiendo cizaña.
Recogió el guante el futuro gran Khan: le había gustado la idea y ya la empezaba a trabajar en su imponente cabeza cónica.
—A lo mejor es un mar, pero nos hemos inventado una corriente tan irresistible como imperturbable y por eso se nos antoja río. Sí, bien podríamos hacer del tiempo un mar.
Ábaco, por cómo masticaba su segundo croissant, le estaba echando el diente a un agravio. Enseguida capté que en ese mar del gran khan y mío se diluirían sin remedio sus cábalas, coincidencias aritméticas y el gusto que tenía por las fechas simbólicas y los croissants.
—¡Pero hombre, nos dejas a ciegas! Borras un reguero de pistas que nos han ido dejando…
—Sí, porque evitamos que puedan sembrar más. Nadie siembra en el mar. Nosotros nos quedaríamos sin su mapa, pero ellos también se quedarían sin su mapa.
La ceguera de todos los conspiradores satisfizo a Ábaco, que no puso ninguna otra pega; tampoco habría podido hacerlo por impedírselo la dulce mordaza del corazón de aquel segundo croissant. Pero también Quinho se veía contrariado. Con el índice y el pulgar blandió conquistadoramente el cuchillo de untar teñido de rojo frambuesa.
—¿Cómo se enseñará la historia, esa escuela de vida?
—Un tipo como tú no necesita ningún Napoleón ni ningún Hernán Cortés para vivir: que los vivos no se abracen a cadáveres repletos de moscas es cosa de muy poca higiene. A la historia le bajaremos los humos y se la entregaremos a los literatos para que abonen con semejante desperdicio el perennemente fértil terreno de la leyenda y el mito. Hay tanto que desandar… los poetas y los músicos andarán atareados con esto durante un siglo o dos, según mis cálculos.
—Dicen que quien no recuerda la historia está condenado a repetirla.
—¿Quién lo dijo, un maestro de escuela? ¿Y qué historia iba a repetir él, si no puede, si le falta el vigor? A no ser que se refiera a la lección marisabida de sus libros de texto: ésa la repetirá toda su vida, faltaría más. Ese dicho se refuta, además, sin esfuerzo. Acabamos repitiéndola por muy presente que la tengamos: los acontecimientos no los hilvana el intelecto, mucho menos la memoria. La fuerza de los fuertes y la debilidad de los débiles canta a intervalos regulares la misma armonía, sí; ni debiera maravillarnos ni mucho menos producirnos pesar. Y, aunque no fuera así, en el estado actual de cosas, ¿qué ganamos recordando la historia, y hasta memorizándola, si la repetimos en obediente coro a intervalos de un año? ¡Patas arriba con la gran mentira, vuelco al vaso! Vale más, pues, no recordarla, que ése es empeño de niños o, aún peor, de enanos satisfechos con su enana condición. A todos los de abordo os cuento, y ésta es la pura verdad, en las filas de otra clase de gente muy distinta. Quisiéramos ser gigantes, pero nos cargaron los hombros de enanos aún antes de nacer.
—Como un gas que tiende a ocupar el volumen del recipiente que lo contiene. En este caso, un vaso que además debemos compartir con ese puñado de moscardones compañeros de piso.
—¡Ahí tenéis vuestra historia escanciadora de efemérides! Por contra, la leyenda y el mito, ocurrieron anteayer pero también pueden ser una profecía varios siglos en el futuro o estar ocurriendo aquí y ahora: a nadie se le niega el derecho a autoproclamarse Gilgamesh y dejar que el arco de su vida lo tense la cuerda de la leyenda.
—¡Zum! —zumbé mientras imitaba con un churro nuestra flecha disparada hacia el porvenir.
—Ahora hasta tú me entiendes. Así es como se veía la vida en la estepa cuando el mundo era como de veras es. La estepa: esa infinita planicie que no cambia y donde es el mismo lugar aquí que allá. Si vaciáramos y despobláramos de igual modo el tiempo y lo conquistáramos de la misma manera que mis ancestros hicieron con el espacio, nos convertiríamos en superhombres. El espacio es una estepa, o una pampa, y el tiempo es un mar. El cetro y el orbe; todo cae en nuestras manos. Al fin nos apoderamos del mundo.
—Pienso que en el Polo Sur no hallaremos moscas. ¿Cómo será vivir sin su irritante zumbido?
—Probaremos el primer sorbo de la grandeza, amigos míos, mientras cabalgamos hacia el gran hoyo negro —nos prometió el primogénito tártaro.
—Una grandeza confinada por un mar helado.
—Que será todo nuestro.
—Y de los pingüinos. Salud, Gran Khan —y levanté mi vaso de zumo.
—Mañana tocaremos Buenos Aires —observó Ábaco.
— Mañana será otro día. Será día dos, si el primogénito no se sale con la suya.
De “El crucero de los listillos”, (2026). Bayo Ursúa.